jueves, 24 de noviembre de 2011

ESCLAVA DE DOMINGO

Dudaba. No tenía claro si sentarse a su lado a ojear (que no hojear) las noticias del periódico que él leía con aparente interés, después de un desayuno más lento y largo del habitual. Los domingos eran días para disfrutar del aburrimiento, ducharse a las dos de la tarde y simplemente no hacer nada.

La tentación de romper su tranquilidad era demasiado fuerte, y en lugar de sentarse, se quedó frente a él, con una sonrisa medio pícara medio de buena chica, y sabiendo que él sabía lo que iba a pasar.

Él, impasible como siempre, continúo leyendo el periódico como si nada pasara, a pesar de que las rodillas de ella ya estaban en el suelo, y su cabeza ya reposaba tranquilamente en sus piernas. A ella, en ocasiones, le molestaba su aparente frialdad, pero en el fondo sabía que era su papel, y que conseguiría derrumbarla en el momento que quisiera.

Separó un poco el albornoz, lo suficiente para que su boca pudiera rozar lentamente sus muslos, comenzando cerca de las rodillas y subiendo lentamente hasta alcanzar el objetivo. Luchando contra la sequedad de su boca y con todo el cariño del que era capaz. Medio dormida. Medio despierta.

Buscó sus ojos, que se separaban del periódico de forma momentánea y volvían a él como si nada pasara. Pero sí que pasaba algo. Lo notaba porque aumentaba la presión dentro de su boca, haciendo que su lengua tuviera cada vez menos margen de maniobra, menos espacio para moverse libremente.

Él cerró el periódico. Ya era suyo. Ya lo había conseguido. Lo miró, traviesa, y él devolvió un suspiro que indicaba que más despacio, por favor, que todavía no, que era demasiado pronto.

Apretó sus manos contra las piernas, intentando hacer un poco de daño, y se deslizó sumisa hacia abajo. Hacia las rodillas, hacia los tobillos, hacia los empeines. Inundando todo con su saliva, recorriendo los dedos con su lengua, jugando entre los recovecos.

Él, completamente indefenso, comenzó a tocarse, y ya no hubo tiempo de más. Y ella sonrió internamente, mientras los músculos de él se tensaban, mientras fluía una riada blanca de placer, y sus puños se apretaban tan fuertes que hubieran podido hasta causar dolor.

Luego, él sonrió, se rió y la miró. Y ella no pudo más que disfrutar de la sensación de poder, y de placer, que le proporcionaba ser una esclava de domingo.

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