Hacía ya unos años que echaba en falta las miradas hambrientas de los hombres a su paso. Y eso, a pesar de que ella se comportaba de la misma manera desde que cumplió los 16. El mismo ritual todas las mañanas. El mismo desayuno, café con leche con dos cucharaditas de azúcar y 6 galletas “maría”. La misma sombra de ojos, el mismo color de labios, y sus famosos escotes que hacían suspirar a los hombres y rabiar de envidia a las mujeres del “Gancho”. Lista para ir a trabajar, a pocos metros de su casa, en el puesto de frutas del Mercado Central.
Sabía que muchos hombres le compraban las manzanas sólo para charrar un rato con ella, y que muchas mujeres prohibían a sus maridos hacerlo, pero a ella nunca le había importado. Es más, había alimentado su fama de mujer 10 a base de sacar partido a su belleza natural y de su manera de provocar al personal.
Sin embargo, ya nada era lo mismo. Los sábados por la mañana se asomaba al balcón y veía salir a los jóvenes del Oasis, o de la “Sala Oasis” como le decían ahora y todo le parecía tan diferente… Ellas con sus tacones de aguja y sus pantalones vaqueros ajustados, pero sin curvas, sin saber caminar como lo debe hacer una mujer. Y ellos con sus flequillos hacia delante, a lo Beatle, pero sin la fuerza y determinación de los hombres de su barrio.
Hoy era sábado, así que se arregló, se asomó al balcón, y tras un vistazo se calzó los zapatos y se fue a la calle. En seguida los escuchó.
- ¡Abuela! Tápese que va a coger frío. Que ya no tiene usted edad para esos escotes.
- ¡Señora! Tenga cuidado por Dios, y póngase unas alpargatas que los zapatos de tacón le van a matar.
Ella hizo oídos sordos y caminó hacia su puesto de fruta. Como todos los días estaba ocupado por una señorita muy amable que se empeñó en explicarle la situación:
-Señora Pilar –decía- , que hace años que no tiene ya usted la frutería. Que está jubilada desde hace tiempo. Que tiene ya 85 años por Dios. Váyase al centro de día, que allí podrá usted echar un guiñote o hablar con sus amigas, pero no se quede usted aquí, que me da mucha “penica”.
Con los ojos llenos de lágrimas, Pilar cruzó la calle y se metió a un bar al lado de las murallas. Se tomó un café con leche – el segundo del día, hoy tendría problemas para dormir- e intentó leer el periódico.
Hacía ya unos días que se había dado cuenta. Toda su juventud, toda su belleza, todo lo que ella había sido, se había esfumado por completo, y una profunda tristeza la invadía desde entonces. Toda la vida utilizando sus armas para conseguir algo que no sabía lo que era, así que no sabía si lo había conseguido.
Volvió a su casa, se encerró en su habitación, y en unos días no volvió a saberse de ella. Cuando por fin la policía reventó la puerta de su casa, encontraron una caja vacía de ansiolíticos, una pobre vieja tumbada en la cama, y un disco compacto puesto desde hace días con el “repeat” en la misma canción. El disco que se había dejado olvidado, aquel chico que un día sintió pena por ella y subió a su casa para ayudarle a llevar las bolsas de la compra. Y aquella canción que ella había descubierto por casualidad, pero que le hacía estremecerse con sólo escucharla.