martes, 19 de junio de 2012

Con los dedos dormidos


Acostumbraba a escribir desde el fondo del pozo, allí donde la oscuridad es tan profunda, que son los dedos y no los ojos, los que manejan las palabras.

En ese lugar es muy fácil, porque las manos viajan por el teclado confiadas en encontrar las letras, en unir la eme con la a sin que la vista descifre el sentimiento que realmente esconden.

Por la misma razón, jamás repasaba, jamás releía, imposible, por otra parte, ya que aunque el cerebro se acostumbra a la falta de luz, siempre queda la vergüenza, aquella que te impide ver, que no te permite hurgar en la parte más íntima de las miserias, aunque las conozcas bien, aunque sean las tuyas.

Pero la oscuridad es fría y anquilosa los dedos, que, poco a poco, se van haciendo menos ágiles, y van perdiendo su capacidad para la rima, para el adjetivo calificativo, para el sujeto, el verbo y el predicado. Y cuando ya la han perdido del todo, te das cuenta de la felicidad que te proporcionaba la escritura, descubres que el teclado era ese amigo que escucha y jamás te da consejos, porque nunca se los pides. Y entonces lo echas de menos y quieres volver a acercarte a él. Y resulta muy frustrante no saber cómo hacerlo, porque la impaciencia te impide ver que el único camino es perseverar y no perder la esperanza de volver a encontrar ese espacio en el que fluyen los sentimientos y sin embargo, apenas duelen.

1 comentario:

Mar D. Ferrer dijo...

Pues para no saber como hacerlo lo has hecho muy bien, me ha encantado. Despierta a tus dedos y no permitas que vuelvan a dormirse que tienen que contarnos muchas cosas. Sigue escribiendo, me gusta mucho como lo haces.

Un beso.