Vivía sola, tenía cuarenta y tantos años y estaba harta del amor. Bueno, en realidad vivía con Valentín y de lo que estaba harta era de aguantarlo, pero a ojos de todos Elena vivía sola.
No entendía muy bien que la gente no lo viera, tan rubio, tan eternamente joven, tan guapo, tan ricitos, tan... malo. Era de esos hombres que saben fingir delante de los demás lo que no son, como esos asesinos desalmados a los que luego sus vecinos describen como unas bellísimas personas que nunca han tenido un problema con nadie y que saludan amablemente en el ascensor. Tan bien lo hacía, tanto fingía que todo el mundo lo llamaba San Valentín.
Ella tenía claro que no era así. Ella vivía con San Valentín - o al menos hablaba con él - y le parecía todo menos santo. El muy canalla se había pasado la vida desviando las flechas del amor que debían estar dirigidas a ella, y clavándole hasta lo más hondo las que no quería. Y encima se choteaba.
Se lo pasaba bien el tío. Cuando pasaban por la vida de Elena hombres interesantes, buenos partidos, simpáticos, amables y divertidos, Valentín disparaba al corazón de estos hombres pero no al de ella. ¿Tan difícil era hacer un quiebro y darle también a ella para que fueran felices, comieran perdices y tuvieran churumbeles ruidosos a los que intentar domar? Era su trabajo, lo había hecho en innumerables ocasiones. Historias de amor fantásticas que terminaban con el primer beso - nunca contaba nada más, no fuera a ser que la rutina rompiera el encanto y le obligara a reconocer un fracaso-. Lo hacía tantas veces... ¿Por qué había elegido a Elena para ser el bufón de la corte? No era justo.
Llevaba años maquinando, ideando estrategias para pillarle en un descuido. Para robarle las flechas que el custodiaba bajo siete llaves al principio y con reconocimiento de huella dactilar ahora, que la tecnología avanza y no es cuestión de desperdiciarla.
Y un día se le ocurrió. Le había visto hacerlo mil veces. Verter palabras de amor dulces en los oídos de los enamorados, colocar gafas invisibles en los ojos de ellas que impidieran ver los defectos físicos de los hombres a los que miraban, modificar las listas de reproducción de los bares de copas para que sonara la canción que haría que ambos se fundieran en un beso eterno de 40 segundos. Pensó que podría hacer lo mismo. Lo haría con él. Enamorar al santo.
No sería difícil. Llevaba años hablando con Valentín, reprochándole su falta de delicadeza con ella, escuchando sus burlas. Lo conocía perfectamente. Sabía sus gustos. Lo haría. Y cuando él estuviera a su merced, le robaría las flechas y las usaría a su antojo, haciendo y deshaciendo parejas por doquier y disfrutando del placer que supone ser portadora de sueños.
Lo hizo poco a poco. Disfrutó con cada avance. Sonrió cada vez que él se sonrojaba. Saboreó cada pequeña victoria y el 14 de Febrero decidió que estaba preparada.
Lo consiguió. Tuvo las flechas en su poder. Las acarició en su mano y cerró los ojos. Se clavó la primera y la segunda, fué a parar al corazón de su amado. A Valentín le pilló por sorpresa, no le dolió demasiado el pinchazo, pero comprendió que Elena, jamás podría amar a ningún hombre porque estaba enamorada de él. Estaba enamorada del amor.
2 comentarios:
Ehhh, ehhh ¿donde se ha escondido el productor de cine que ha cambiado el final a esta historia tan interesante para hacerla más vendible?
Me gustó
;)
muy lindo Ana, me encantó
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