lunes, 3 de octubre de 2011

Cien horas de soledad

Por razones que no vienen a cuento en este momento pero que quizás más adelante sí que pasaré a relatar, el viernes por la tarde me vi obligada a coger de la estantería mi ejemplar de Cien años de soledad.

Lo tengo desde hace relativamente poco. Exactamente desde el 2009, cuando en un arranque de generosidad, lo compré en la FNAC de la calle Preciados para regalarlo a alguien que cumplía años. Inmediatamente me arrepentí. Devolví a mi madre el que le había robado sin que se enterara y me quedé con esta edición conmemorativa que viene un par de cosas que yo siempre había echado en falta: un árbol genealógico y un glosario.

No pensaba leerlo. Ya lo he leído 4 o 5 veces, pero cuando lo abrí por la primera página y leí aquello de "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo", ya no pude parar.

Poco a poco, y desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la noche, fui pasando las páginas que me sorprendieron tanto la primera vez que tuve el libro en mis manos, cuando todavía era una adolescente y no entendía muchas cosas que sólo se entienden a base de cumplir años, de haber vivido situaciones y haber acumulado experiencias.

Volví a creer que existen mujeres como Úrsula Iguarán, cuya fortaleza sin límites hace que nunca falte de nada y que todo esté donde debe estar. Aunque se quejen. Aunque piensen que el mundo no trascurre en una línea continua, sino que siempre está dando vueltas y se repiten los acontecimientos. Volví a identificar a Pilar Ternera con esas mujeres cuya generosidad hace que los hombres se curen con ellas de los males de amores para terminar muriendo solas sin haberse quejado de nada. Vi de nuevo a mujeres que conozco, encarnadas en Fernanda del Carpio, siempre tan pendientes de las apariencias, de lo que piensan los demás. O a aquellas otras como Santa Sofía de la Piedad, que son como hormiguitas, siempre trabajando en silencio y que sólo se echan en falta cuando ya han desaparecido.

Siguen emocionándome determinadas frases y siguen haciéndome reír muchas otras. Me encantan las cosas gloriosas que terminan siendo trágicas: "El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos", la cantaleta de Fernanda a Aureliano Segundo durante ¡tres páginas y media!, las frases que quedarán para la historia: "El mundo habrá acabado de joderse el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga", la venda negra de Amaranta, las predicciones de Melquíades, el castaño de Jose Arcadio Buendía, el encierro de Rebeca, la belleza de Remedios o las mariposas amarillas que precedían a Mauricio Babilonia.

Sigo disfrutando, pensando si no habrán cambiado el final desde la última vez, y se me sigue poniendo la carne de gallina, cuando el vendaval se lo lleva todo y leo que "las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra".

Sé que hay mucha gente, amigos, que no han podido con él, y algunos que a pesar de conseguirlo no han sido sensibles a sus encantos. Pero ¿qué queréis?, Cien años de soledad, es una novela que amas o que odias. Y yo la amo. ¡Hasta la próxima!